La locomotora que robé
Corrían los años sesenta y la vida parecía tomar el ritmo galopante de las locomotoras a vapor, cuyo recuerdo me desvela esta madrugada. Tendría apenas seis años en aquel entonces y la noción mas palpable de la velocidad, eran esas emblemáticas máquinas de los Ferrocarriles Nacionales, que a diario iban y venían para mi entretenimiento y el de mis compinches de barrio.
Nada nos cautivaba tanto como esos negros monstruos metálicos, que parecían surgir de las entrañas de la tierra, con su interminable wuuu-uu, su ferroso estruendo y sus números distintivos que permitían identificarlas a la distancia. En aquella improvisada comunidad de bahareque y techos de hojalata, la 33, la 76 o la 111 eran a nuestra edad, verdaderas atracciones mecánicas rodantes, el equivalente de una ciudad de hierro, nuestro parque Walt Disney, todo junto. Juguete colectivo y patrimonio común en los sueños y la imaginación, nos pertenecían y apasionaban por igual.
El pitazo lejano era el detonador mágico de nuestra curiosidad y en segundos los precarios caminos del barrio El Yunque, casi siempre llenos de lodo y piedras, se llenaban de chicos descalzos como yo, corriendo a la cita en el gran barranco. Las veíamos pasar, contando uno a uno sus vagones. Era un goce, casi un rito diario, ver los maquinistas enfundados en su uniforme azul, ennegrecido por el carbón. Parecíamos soldaditos de plástico en formación, saludando a sonrientes y obesos generales que agitaban sus manos, activando la campanilla de bronce en señal de agradecimiento.
El paso del tren y su larga fila de vagones rojos, era el gran acontecimiento de nuestra infancia colectiva. Lo demás era la existencia diaria, dura y aislada en un apartado barrio de invasión, carente de servicios públicos básicos como el alcantarillado, el agua potable y la electricidad. Lo demás, era la ausencia de un parque, o un pedazo de grama donde jugar a la pelota; las epidemias del paludismo, la viruela o la polio y muy a menudo, la muerte que rondaba cerca, muy cerca...como cuando visitó a mi vecino de al lado, antes de cumplir su primer año. Le vi morir asfixiado por un “rebote de lombrices” estomacales, que sus padres atribuyeron a un “mal de ojo”. Los míos, fueron sus padrinos de emergencia aquella noche tormentosa, cuando un cura renuente fue traído en la madrugada para bautizarle, porque según la creencia popular, “los recién nacidos son ángeles inocentes, pero solo van al cielo si han recibido el bautizo, como Dios manda”.
Inocentes o no, cada uno de nosotros tenía su cuota de esfuerzo en el quehacer colectivo por la subsistencia. A los cinco años, cargando dos latas de manteca vacías, yo debía traer diariamente el agua desde la mana, un pozo de mediana profundidad, cavado a la orilla de la línea férrea, a unas cinco cuadras del rancho. Hacía varios viajes, para llenar dos grandes canecas metálicas de 50 galones cada una. La del patio; para el baño, la limpieza y el riego de las plantas y la de la cocina, para el consumo diario. Había que madrugar. Llegar tarde al manantial, significaba encontrar el agua revuelta y barrosa y una dosis de cantaleta familiar.
A veces, la gran bestia mecánica resoplaba como un dragón enojado, arrojando un cálido y espeso vapor blanquecino que la hacía más enigmática y colosal, mientras los rieles crujían bajo el peso de sus cincuenta toneladas. Lo mejor era cuando acarreaba vagones de pasajeros. Nos llenaba de alborozo incontenible ver a los viajeros alzando sus manos para responder a nuestra bienvenida. Luego, una repentina soledad nos embargaba, mientras el tren se tornaba diminuto en la distancia y tras su trepidante retirada, regresaban los sonidos del bosque circundante y el coro febril de las chicharras, en los días eternos del calor. Otras veces, disfrutábamos en silencio, el cansado paso del tren cargado de mercancía: productos del campo, café, automotores y combustible para la ciudad cercana. Era frecuente que algunos chicos, los más atrevidos, bajaran al borde de la carrilera, para correr tras los últimos vagones y luego saltar sobre ellos, ganándose un “aventón” gratuito a la ciudad.
Mientras crecíamos, el tren y su pujante locomotora disipaban el hastío en aquel barrio perdido, a las afueras de la ciudad. Un buen… quizás un mal día, como por arte de magia, las cosas cambiaron. El acostumbrado estruendo metálico desapareció y el ya familiar wuuu-uu se transformó en un inusual artificio electrónico, similar a la sirena de los trasatlánticos. Lo entendí viendo la televisión años después. Las legendarias locomotoras fueron reemplazadas por modernas máquinas Diésel, más veloces y silenciosas, con un diseño aerodinámico bien diferente al de sus predecesoras. Eran coloridas y voluminosas, pero menos pesadas y se les conoció como auto-ferros.
Fue duro acostumbrarnos al cambio. No volvimos a ver el paso de aquellas impetuosas maravillas de ébano con sus campanadas, su chorro de humo negro contaminante y su inconfundible sonido que hoy parece diluirse entre la bruma del tiempo y los primeros recuerdos. El auto-ferro era otra cosa. Nuestro nuevo juguete, era menos divertido. El conductor ya no aparecía por ninguna parte. Conducía encerrado tras un pequeño parabrisas de cristal, instalado en lo más alto de una cabina de controles. El paso era tan fugaz que la figura sonriente y cálida de los pasajeros, se tornó borrosa y fantasmal. Pese a que la percepción era diferente, continuamos aquel ritual de la infancia, en el barranco de la carrilera.
Tomó poco tiempo saber que la Diésel había llegado para adueñarse del viejo ferrocarril y de nuestro entorno visual. Pronto aprendimos que también el dolor había llegado con la nueva máquina. En poco tiempo, esta adquirió una luctuosa reputación. Las muertes de niños y vecinos de los barrios aledaños a la línea férrea, atropellados por el auto-ferro, fueron en aumento. “El Cronista”, un viejo diario amarillista de letras y fotos cuya tinta se pegaba a los dedos, comenzó a llenarse de esas noticias que yo aún no sabía leer, pero si podía ver. Algunas fotos eran las de mis amigos, los mismos que algún día celebraron conmigo el paso del tren y murieron intentando temerariamente el equilibrio sobre los rieles, al caminar o saltar para lograr el aventón. Era divertido. Lo hice no sé cuántas veces. El trayecto del tren, hoy una autopista llamada Avenida Ferrocarril, era en aquella época vía obligada de tránsito peatonal, desde el barrio a la ciudad y viceversa, pues tampoco había transporte público. Por eso, entre las víctimas, también hubo adultos desprevenidos y uno que otro suicida despechado, o tal vez decepcionado de la vida opresiva y vacía de aquellos días.
Se acercaba la navidad. Visitando el gran museo del ferrocarril en Lancaster, Pennsylvania, la memoria volvió por caminos ya recorridos. No se cómo, se me ocurrió robar la locomotora abandonada. Muchas terminaron en los talleres ferroviarios por todo el país, desde que el gobierno decidió sacarlas de circulación. La idea del robo dio vueltas en mi cabeza varios días, mientras recordaba aquello de “no robarás”, en la lista de pecados capitales del padre Astete. La veía tirada, como chatarra abandonada a su suerte, sin que a nadie le importara. Estaba ahí con sus vagones desparramados, como esperando que alguien le encontrara un mejor lugar. Pensé que nadie se ocuparía del asunto si me la llevaba y pese a las dudas, cedí a la tentación. La oculté temporalmente en el gran patio detrás de la casa, sembrado de cafetos, plátano, y un inmenso árbol de aguacate. Un escenario perfecto, pensé, para esconder mi delito, aunque los vagones dispersos podían ser descubiertos en cualquier momento.
Soñé varias noches conduciendo la treinta y tres por parajes inhóspitos, ascendiendo escarpadas cordilleras, atravesando valles umbríos, florestas coloridas y lagos resplandecientes. Viajé tan lejos en el tiempo y la distancia, que me perdí en desiertos inhóspitos cruzados por diligencias y vaqueros armados de rifles y pistolones. Mi locomotora resistía tanto el calor y los vientos, como la envestida salvaje de indios aguerridos, certeros con el arco y la flecha. Con su espíritu indómito ella cruzaba por igual, estrechos puentes y empinados acantilados.
Yo evadía la vigilancia familiar y me camuflaba en la vegetación circundante, para visitarla de cuando en cuando y contemplar su rígida geometría, ribeteada de remaches. Deseaba tenerla a mi alcance por el tiempo que fuera posible, mientras la consciencia me acosaba para devolverla a su lugar original. Era imposible ocultarla por mucho tiempo, pues ella me proporcionaba cada noche, una nueva serie de aventuras en los territorios desconocidos de mi imaginación. Después de todo, ya estaba cansado del mismo camioncito sin conductor, cargado de diminutas vacas plásticas que “el niño Dios” me trajo por varios años.
Villancicos y canciones de paz y amor inundaban siempre el ambiente navideño de esos días, en la vieja y entrañable ciudad de alegres notas donde nací y crecí. Me convertí en un ladrón arrepentido. Decidí regresar la locomotora, causa de desvelos y noches sin fin, al solar donde la encontré. Fue entonces -cosas del azar- cuando me enteré que mi tren, una delicada réplica a escala de gran realismo y precisión, traída desde el Norte por algún familiar inmigrante, perteneció a uno de mis amigos, antes que muriera triturado por el auto ferro, como reportó El Cronista.
Con el paso del tiempo, mi barrio engullido por el ímpetu urbanístico ya no es el mismo, “es un lugar cualquiera”; las trochas enlodadas, son ahora calles y avenidas. Ni siquiera la magia contagiosa de las navidades puede regresar la locomotora, el auto ferro, o los amigos muertos y los vivos que se marcharon para no volver. Dicen los mayores, que todavía de tarde en noche, el aire cálido parece traer notas de bundes y raja leñas, entremezclados con el aullido lejano de un viejo tren que nunca terminó de regresar..
Julio C. Garzón
New York, diciembre 23 del 2016.